Domingo (O del viaje en el tiempo y formas alternativas de alcanzar la iluminación)


 
Mientras tocábamos guitarra, el domingo llegó sin anunciarse, entró con sigilo, aprovechando esa larga noche que tienen mis sábados.

Eran las cero horas con quince minutos, Beto me mostraba por enésima vez cómo hacer un ejercicio en la guitarra, en mucho me recordó esa jornada mi vida antes de graduarme, antes de ser un esclavo con corbata, más concretamente, ese breve pero substancioso lapso de la preparatoria a la universidad, aquellas vacaciones que se prolongaron en el tiempo, cuando las únicas preocupaciones verdaderas eran el viernes, la fiesta del sábado y el desnivel de Molina; de cuando escribía historias de bares, fiestas, drogas y sexo, queriendo imitar a Irvine Welsh, uno de mis autores favoritos. El pasado, cuando me debatía entre ser estrella de rock o de la patineta, los días en que el mundo realmente me perteneció. 

Por fin conseguí completar el ejercicio después del segundo vaso de cerveza, entre bromas lo repetí para deleite de mi maestro. Mi amistad con Beto es curiosa, ambos hemos crecido aprendiendo uno del otro, jamás hemos peleado, unas veces fui yo el maestro y él el pupilo, otras al revés, la asignatura que impartimos es la vida misma, la meta… creo que no hay meta. 

Cerca de la una de la mañana, cuando los lentes de contacto no hacían más que molestar y me impedían mirar las últimas cuerdas del instrumento, hicimos una pausa, fuimos a la cocina por unos pescados fritos; la dieta ya no importaba. 

A la una con veinte, volvimos a la habitación a improvisar un poco, lo hago fatal, no se tocar, él ya ha aprendido algo. Por fin terminamos, Beto vuelve a hablar de su deseo de formar una banda, llevamos cinco años planeándolo. Mientras río e insisto en bromear, me acerco a su tocador y miro un CD de Kraftwerk, el “Tour de France”, tomo la caja, le doy la vuelta y miro sobre el azul, blanco y rojo el contenido, trae la buena, pienso y decido pedirlo prestado, dentro viene también el “Alive” de “Daft Punk” sin que ninguno de los dos lo sepa. 

Alrededor de las dos de la mañana salí de su casa, una noche de fiesta sin fiesta, los sabadomingos así son raros, diferentes, buenos, la verdad. Diecinueve años otra vez, en mi camino recordé el cover de Youth Group a “Forever Young”: "Forever young, I wanna live forever young…”

Fui hasta mi casa sereno, más con algo de cautela, el barrio es todo menos tranquilo. Al llegar a la esquina miré arriba hacia los cables de luz, seguían allí. Hace seis o siete años, volamos nuestros tenis viejos, dejándolos colgados, como testigos de nuestra vida de patinadores; allí estaban mis Vans, los Osiris de Arturo, los XLT de Pepe, en el cable de enfrente otros míos, que antes fueron de Rafa; faltaban los de Ángel, esos Osiris rojos se perdieron como él en la noche infinita, en la fiesta interminable. 

A las dos y media de la mañana me fui a dormir con el “Tour de France” sonando, me imagine en ese espacio que queda entre el sueño y la vigilia, recorriendo la distancia que hay de París a Nantes, las músculos tensos, la dentadura apretada. 

A las once de la mañana desperté, después de varios intentos fallidos de incorporarme y de maldecir al despertador, fui hacia el DVD y puse el “Alive”, una buena manera de despertar. 

Subí a desayunar, mamá se sorprendió de verme sin resaca, yo sólo sonreí y le di un beso en la frente, en la tele había una boba película familiar, bajé por el “Alive”; comí con muchas ganas. 

Los domingos son de lavar ropa, bajé de nuevo, esta vez por un buen montón de prendas hasta mi cuarto y las separé en tres cargas; preparé la lavadora y jugué un poco con mi perro, disculpándome, de nuevo, por no sacarlo seguido a pasear. 

Dejé a cargo a la maquina y al perro, quien nunca ha aprendido a ladrar cuando la maquina acaba el ciclo de lavado, eso sería de mucha ayuda. Abajo, en la sala me puse a leer “No te preocupes Ojos Azules”. Ambas cosas, lectura y lavada terminaron casi a la par, mientras David Bowie cantaba “Absolute Beginners”. 

Más o menos a las cuatro descubrí que no tenía planes para esa tarde, puse una película “Lords of Dogtown”, aquella que retrata la vida de Tony Alva, Stacy Peralta y Jay Adams, por mucho, los padres del skateboarding; me trae mucha nostalgia cada que la veo, es una de las películas que realmente me conmueve. 

Cuando “Lords of Dogtown” terminó, tenía una gran sonrisa en el rostro y un cosquilleo en las piernas que solo podía llevar a una cosa: patinar.  

A las seis de la tarde salí de casa, con los baleros limpios y engrasados, los trucks ajustados y la lija desempolvada; recorrí en unos minutos la distancia que hay desde mi casa hasta el parque que queda frente al “News Divine”; al llegar miré el bowl lleno de niños, más allá se erigía El plato, como bautizamos a aquella rampa larga de cemento. Unos muchachos patinaban, no los reconocí y ante su mirada escrutadora comencé a darle, hice algunos trucos básicos, para calentar, ollie, nollie, frontside, halfcab, heelflip (sí, me salío) y algunos madonas. Patiné a ratos, el sol estaba insoportable, unos bikers andaban por ahí haciendo trucos, cuando vi a uno de ellos volar por un lado del plato, no pude aguantar las ganas de intentarlo, contadas veces logré caerle y volar de verás alto, esta no fue una de esas ocasiones. 

Comenzaba a aburrirme en la sombra, cuando alguien conocido llegó, no recuerdo su nombre, pero he patinado y bebido con él; me saludó después de un varial fallido en la rampa; el chico funcionó de puente entre ellos y yo. Un rato después llego Pecas, uno de mis mejores amigos, tal vez lo llamé con la mente, pensé, su llegada me hizo muy feliz. 

El sol por fin se ocultaba y la noche volvía, mientras comencé poco a poco a rejuvenecer. Patinar produce sentimientos y sensaciones muy difíciles de describir, dejas de ser quien siempre eres, te haces uno con tu tabla, mientras una música llega desde un lugar desconocido, no es una música común, es única; el viento te baña, la velocidad te envuelve y nada más importa, el viejo Tony Alva, lo llama satori, o al menos lo compara con ese estado. 

Patinamos, reímos, comimos, y hasta coqueteamos con unas chicas que aún no eran cancha reglamentaria, establecimos un relación curiosa, parecíamos viejos amigos, compartimos, a pesar de no conocer nuestros nombres. Pecas desapareció luego de fumar un toque. Cuando la noche lo cubrió todo, decidimos volver a nuestras casas, a la realidad de nuestras vidas, yo, a mi realidad de oficina y tareas. Al final nos despedimos, uno de ellos me invitó a patinar al día siguiente, me di cuenta que tenía nueva banda, de que volvía a tener diecinueve.  

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