Neuromante. William Gibson. Minotauro, 1989. P. 284.


-No- dijo, y entonces todo perdió importancia, todo lo que sabía, sintiendo el gusto de la sal en la boca de ella, donde las lágrimas se habían secado. Una fuerza la recorría, algo que él había conocido en Night City y en lo que se había apoyado, que lo había sostenido, que lo había apartado por un momento del tiempo y de la muerte, de la inexorable vida de calle que les mordía los talones. Era verlo hasta allí, y de alguna manera siempre había logrado olvidarlo. Algo que había encontraba y perdido tantas veces. Pertenecía -supo, recordó, cuando ella lo atrajo hacía sí- a la carne, la carne de la que se mofaban los vaqueros. Era algo inconmensurable, más allá de la conciencia, un océano de información codificado en espiral y en ferormonas, una complejidad infinita que sólo el cuerpo, a su manera ciega y poderosa, podía interpretar.

Los dientes de nailon se atascaron en una costra de sal cuando le abrió los pantalones franceses. Rompió la cremallera, y una partícula de metal salió disparada contra la pared, y entonces entró en ella, cumpliendo con la transmisión del arcano mensaje. allí, aún allí, sabiendo dónde estaba, en un modelo codificado de ciertos recuerdos, el instinto vivía.

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