Pies calzados
No sé bien el año, pero estoy seguro que fue antes del dos mil dieciséis, cuando mi padre vendió la casa de mi abuelita y nuestra familia tuvo que separarse e iniciar la diáspora en la que todavía hoy seguimos. Recuerdo que todos lo vimos, o al menos lo oímos y aquel encuentro con lo sobrenatural quedó grabado en la historia familiar y con los años aquello se volvió una anécdota digna de platicar cuando se comentan historias de miedo a los más pequeños.
Era la víspera de Año Nuevo, mi madre y mis hermanas habían estado toda la tarde ocupadas con la comida, alguna de sus parejas y yo habríamos gastado el día yendo a hacer compras a la tienda o el supermercado.
Las reuniones familiares solíamos hacerlas en la parte de arriba de la casa donde vivían mi madre y mis hermanas, o abajo, donde vivíamos mi abuelita y yo; ambos niveles estaban comunicados al exterior por una escalera de metal pintada y repintada de varios colores; aquella escalera era objeto de respeto para mis hermanas y para mí, pues solíamos medir nuestra agilidad ganada con los años brincando cada vez de un escalón más alto, así hasta llegar a la altura que parecía imposible para un niño.
Sonaba la música en la parte de abajo de la casa, la familia estaba reunida alrededor de dos mesas juntas, llenas de comida, postres y la odiosa ensalada de manzana, y aunque el número de sillas fuera limitado, siempre sería sería bienvenido cualquier nuevo invitado, para quien de inmediato se buscaría otra silla o un banco para sentarlo.
Hacía algunos años que mi abuelito Melchor había muerto, él era un hombre grande, ruidoso y que recuerdo por dar pasos muy fuertes, el tipo de persona que suele ser el primero en despertarse, de buen comer bien, y que yo con la inocencia de un niño, creía que viviría para siempre, era parte de esa generación que llegó del interior del país y con su mano de obra ayudó a modernizar y hacer crecer la Ciudad de México, construyeron casas por todos lados, hicieron el metro, los ejes viales y poblaron con sus extensas familias las colonias de la periferia.
Antes de las doce campanadas, mientras platicábamos alguna trivialidad se escuchó un fuerte ruido, alguien subió con pasos fuertes y pausados la escalera de metal, todos nos miramos para comprobar que no faltara nadie, seguros que no había razón para que alguien subiera a esa hora. Yo estaba sentado en la parte más angosta del conjunto de mesas, volteé hacía la pequeña ventana que tenía la puerta principal en su parte más alta, desde la cual podían verse por debajo los últimos escalones y juro que vi unos pies calzados con unos gruesos zapatos color café que iban hacía arriba, me sorprendí como todos y pregunté si esperábamos a alguien más. Alguna de mis hermanas dijo que tal vez fuera mi papá el que subió, pero no, aquello resultaba raro, además, no se escuchó abrirse la puerta ni pasos en la parte de arriba.
- ¿Quién subió?- preguntó alguien.
- Será mejor que vayas a ver, Gil, no vaya a ser un ladrón.- Dijo alguien mi mamá.
- No iré solo. - Dije, y pedí que alguien más me acompañara, creo que fue Óscar, quien tenía más o menos mi edad pero era más atrevido y aventurero que yo.
Abrí la puerta y salí al patio, volteé hacía la escalera y vi la parte superior, no había nadie, avanzamos con cautela, con un palo de escoba como única arma, subimos la escalera, yo primero, sacando valor no sé de dónde, metí la llave y abrí la puerta con cuidado, prendí la luz y no vi a nadie, pasamos a la sala, revisamos la cocina, los cuartos y el baño, de nuevo nadie. Detrás de nosotros venían mis hermanas movidas por la curiosidad y verificaron también los rincones de la casa “Nada”, comprobaron.
Juntando otro poco de valentía, decidí subir a la azotea, ahí se llegaba por una escalera de piedra, incómoda y con escalones que se iban reduciendo en tamaño, aquella parte de la casa estaba en obra negra, y al fondo había un cuarto con techo de lámina que mi abuelo ocupaba como taller de carpintería, tampoco había nada ahí. Lo último que revisé fue aquel cuarto, estaba oscuro, alumbrado sólo con la luz de la luna, cerrado con llave, entonces junte las manos y las recargué haciendo casita en uno de los cristales de la puerta, pegué el rostro para ver mejor, pero sólo había bultos cubiertos con plástico y el polvo de los años, me moví un poco para ver otra parte del cuarto, y ahí estaban, unos grandes zapatos color café con las cintas atadas, y apenas con polvo, sonreí recordando a mi abuelito pensé que sólo nos había pasado a saludar.
Bajé y mis hermanas estaban sentadas en la sala de mi madre, platicaban sobre lo que habíamos vivido, me preguntaron si había algo o alguien allá arriba, pero dije que no, únicamente les conté que vi, pero lo de los zapatos me lo guardé para mí.
En la foto, mi padre (+) al centro, la niña es mi hermana Laura y mi abuelito Melchor está detrás.
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