Avenida Pelícano...

Uno romano

Evoco la canción "Avenida Corrientes" de Prieto Viaja al Cosmos con Mariano, sintiendo que aquella parte donde dice “…vine a enterrar lo que no quiero ser”, resulta una negativa a madurar y aceptar el destino; aunque para mi vía crucis seguro quedaría mejor nombrar a la canción “Avenida Puente de Alvarado”, pienso, mientras, dejo atrás la casa del Conde de Buenavista, a oscuras, con su tenebroso parque digno de un asalto a mano armada, una violación o un homicido.

-Buenas noches, bienvenidos al Criminalista Nocturno, jaja...


Escucho al fondo iniciarse otro video de ese Canal de Youtube que hace poco descubrí; videos entretenidos y con investigación seria, bien narrados. Puede ser que la moda de Dross ya esté pasando. Ocurre mucho con los programas de misterio, miedo y OVNIS, cuando se acaba la fuente, los casos, y la gente pierde el interés, sólo les queda aguardar y cuando vuelvan a estar de moda, remontar la ola. De tanto en tanto, Carlos Trejo, aquel vaquero motociclista, regresa a la televisión a poner los mismos videos mal grabados, y para recordarnos su obra cumbre, Cañitas, y aquel fragmento de: “Y la ouija contestó: tú eres puto”…

Pienso en una calle en la que nunca he vivido, tal vez ni siquiera he estado más de unas horas en ella, sin embargo, es un camino que transito varias veces al año desde niño, cuyo nombre no me resulta lógico entre el gris y los ladrillos de bodegas viejas, avenida Pelícano, ancha, oscura y solitaria en las tardes y las noches.

1.- 

El PRIMER recuerdo que tengo sobre la avenida Pelícano me viene de oídas, al escuchar a mi madre contar que había ido a esa zona fabril cercana al metro Martín Carrera de la Ciudad de México, a buscar trabajo.

Mamá siempre estaba buscando trabajo, en aquella época seguro tendría menos de 50 años, pero ya era mayor para varios oficios y puestos de ayudante general, había comenzado a vender elotes preparados y chicharrones en la calle 310, de la Nueva Atzacoalco. La imagino dentro de su desesperación, con la tristeza a un lado, y del otro, 4 hijos hambrientos durmiendo juntos en una litera que compró a crédito y tal vez aún debía. Con un papel de cuaderno cuadriculado, arrugado, con manchas de aceite o chile, en las manos, y ella apuntando con la misma letra cursiva incomprensible que tienen los padres, los elementos que necesitaba para poner su micro negocio. 

En algún momento se quebró su esperanza de que Saúl, mi padre, se comportara como un hombre y asumiera sus responsabilidades, buscara un buen trabajo y le diera dinero para que viviéramos dignamente. Desconsolada revolucionó su mundo y salió para el mercado a comprar los utensilios y la materia prima, con el poco dinero que pudo ahorrar. 

Compró un anafre, unas pinzas de plástico que todavía recuerdo, un par de bandejas cuadradas de colores cálidos, palos de madera, queso, mayonesa, chile en polvo, chicharrones a granel y una botella de salsa Botanera, mi favorita. Tomó la mesa de madera de Marisol en la que hacíamos las tareas, una cosa grande y pesada para nosotros de niños, puso los elotes a hervir en una olla grande de una batería de cocina que compró 15 años atrás, cuando era soltera, otra pequeña para los esquites, de tiempos mejores; a Laura la hizo cargar el anafre, a mí la olla pequeña, los dos pequeños, de 7 y 8 años nos quemábamos las manos, ella se echó la mesa al hombro y fuimos para la esquina, camino a buscar juntos el porvenir. 

Hada y Marisol prefirieron no participar, por pena, seguramente. Ellas, con 10 y 11 años, en las puertas de la adolescencia querían brillar, destacar y, tal vez, por qué no, fingir algo que no eran, evadir esa pobreza, al menos en la ilusión, y huir de una triste realidad. Éramos pobres, pero yo nunca me di cuenta. Fue el pasar de los años lo que me mostró las carencias materiales o afectivas que hubo en casa, porque de niño no me percataba de mucho, yo creía que todas las familias vivían así, y tal vez eso pasaba en el México de entonces, era 1994 o 95, y vivíamos otra crisis económica.  

2.- 

Cuando se enteran de que eres escritor, la mayoría de la gente, te dice que quiere que cuentes su historia, afirman que tienen muchas y buenas experiencias que quisieran que escribas, algunos intentan citarte para que acudas a hacer apuntes un día o qué se yo. En esos casos, suelo sonreír y decirles que después los veré, lo cual nunca pasa. 

No lo sé, en el fondo considero que cada quien debería escribir su propia historia, no basta con creer que las mismas con interesantes, pues es hasta que las ves plasmadas cuando puedes, y pueden, juzgarlas otros como valiosas. No pongo en duda que la gente tenga historias que contar mucho mejores que las mías, pero no me toca a mí escribirlas, como tampoco el vivir por ellos. 

Mi SEGUNDO recuerdo sobre la Avenida Pelícano fue una noche, cuando tenía 12 o 13 años y Saúl había conseguido un carro para fierro viejo o diablo; si no los conocen, estos carros hechos de manera artesanal por algún herrero, están formados con una caja de metal reciclado descubierta de la parte de arriba con dimensiones cercanas a un auto pequeño, al que le son adaptadas dos llantas de automóvil a cada lado, para poder transportar la carga. En la parte del frente llevan una barra de metal con la cual el usuario hace contrapreso y forma una palanca con lo cual equilibra su peso y logra mover aquella mole, incluso, llena hasta el tope por cualquier tipo de desecho. 

En los 90 y principios de los 2000s era común verlos por toda la Ciudad de México, jalados por hombres sucios y harapientos, tal cual ocurre en la película Amores Perros de González Iñárritu con un personaje nombrado El Chivo; en lugares como el Estado de México, estos carros o carretas son tirados por famélicos caballos, mulas o burros, los cuales son maltratados y golpeados por años, hasta su muerte, en penitencia de un castigo que no cometieron.

Los agentes del fierro viejo posteriormente fueron reemplazados por camionetas con altavoces que repiten una grabación con la voz de una niña, la cual dice "Se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras, o algo de fierro viejo que venda".

Básicamente, el oficio se trata de comprar la basura de unos y venderla en a otros, por kilogramo o el precio que ofrezca el comprador en el caso de elementos que pueden ser reparados y reutilizados. Para ello, existen en casi todas las colonias de la Ciudad, al menos un depósito de fierro viejo, en cuyas paredes o puertas se pinta el valor de cada elemento que puede ser comprado, fierro, papel, cartón, aluminio, cobre, etcétera.

Como ése, existen otros oficios propios de la Ciudad de México, está el Cambiador de Loza, cuyo trabajo consiste en intercambiar ropa vieja y zapatos por platos y vasos; el Afilador de cuchillos, que suele ir en bicicleta o a pie, y hace sonar un silbato, el Soldador de Ollas, o los organilleros.

Saúl tuvo un amigo al que apodaban El Negro, recuerdo que era un hombre de unos 60 años o más, delgado pero fibroso, sucio y con mal olor, los dientes podridos, de cabellos blancos y largos, él era dueño de aquel carro o diablo de fierro viejo; no recuerdo bien porque se lo prestó a mi padre, pero, por unos días dejó de ser médico cirujano para convertirse en fierroviejero, diablero, chacharero o cualquier nombre que reciban los que realizan ése trabajo. No lo demerito, seguro muchas familias salieron adelante gracias a un trabajo como ése desempeñado por el padre, la madre, los niños o todos juntos. 

Desde la avenida León de los Aldama, en la colonia San Felipe, Saúl empujó aquel carro hasta Pelícano, fueron unos 4 kilómetros, tal vez, lo que para mí era entonces una distancia enorme, gasté la tarde y parte de la noche acostado en la parte trasera de aquel carro viendo las estrellas mientras mi padre jalaba, sobre la avenida Gran Canal, identifiqué la constelación de Orión a la que llamábamos los Tres Reyes Magos, por el cinturón que forman 3 de sus estrellas más brillantes ¿hace cuánto que no miro al cielo en búsqueda de Orión?; en el camino, una señora de unos departamentos construidos a orillas del Gran Canal, lo llamó desde su ventana para regalarle 2 sillones en buen estado; mi padre, otro señor y yo cargamos los sillones hasta el carro y los acomodamos, después continuamos el viaje. Saúl contaba cosas anodinas sobre su vida y sus aventuras, de cómo se iba de pinta de la escuela, del CCH Vallejo, del Festival Avándaro, de cuando apedrearon al presidente Luis Echeverría en la Facultad de Medicina, o sobre el significado de los apodos de sus amigos. 

Él consumía drogas, rara vez tomaba alcohol, pero a diario fumaba marihuana, solía hacerme esperar en su automóvil o en el de alguien más, mientras se encerraba a fumar con sus amigos los hojalateros en cualquier parte, a veces en la caja de un camión o en otro automóvil. Ellos, y probablemente él también, a veces se inyectaban algo, nunca supe si era heroína o ketamina, pero seguro era algo más barato. 

Mientras mi padre contaba que El Negro era un sujeto que se había hecho rico gracias a la basura, pero todas sus ganancias las perdía en las drogas, yo miraba el cielo de la Ciudad de México recostado en un sillón viejo. Y de vez en cuando le hacía preguntas del tipo ¿cómo conociste a mamá? –En el hospital de Nutrición- ¿qué te gustó más de ella? –Su culito-, así era él. Mientras miraba aquel cielo con escasas estrellas y pensaba de nuevo en Monze, la niña con la que jugaba basquetbol todos los días, antes de entrar a clases.

Mi padre debía acercarse a los 50 años, me avergonzaba su aspecto desaliñado, los pantalones anchos, pasados de moda, y sus mocacines sucios; a veces se ponía batas percudidas de los años 80s con el logo del IMSS o de la Cruz Roja, que había guardado de tiempos más venturosos. Trabajaba para mantener a 2 familias, pagar la renta de su consultorio y de su casa chica, satisfacer su vicio y tal vez darse una escapada de vacaciones vez en cuando; él afirmó siempre, que nunca le gustó pagar putas, prefería conquistar mujeres poco atractivas y con poca instrucción, a veces con hijos, y coger gratis; le gustaba viajar y comer fuera de la Ciudad los fines de semana.  

Aunque recuerdo el viaje, carezco de memoria sobre el destino en Pelícano, tal vez recogimos unos cables o pintura robada que alguien le entregó en una bodega anónima. 

Respetaba a mi padre, pero pocas veces le tuve miedo, me parecía alguien ingenioso y que sabía contar historias; sin embargo, siempre pensé en él como un adolescente que no quiso crecer, por años me opuse a seguir sus pasos y traté de llevarle la contraria, con el tiempo, pude entenderlo mejor, con la edad descubrí que no debes idealizar ni siquiera a tus padres, que cada quién hace lo que puede y lo que disfruta, aplicando muchas veces la ley del mínimo esfuerzo.

3.- 

"Aquí estaba una fábrica de Iusacell", le decía a todos con los que pasaba por aquel predio abandonado de la avenida Pelícano, así comenzaba una historia de triunfo en el barrio, corta, pero interesante.

Saúl tuvo un amigo al que apodaban El Hermano Huevo, no recuerdo si se llamaba Alfredo, Alfonso, Jaime, o cualquier otro nombre anodino; le decían Hermano porque se convirtió al cristianismo, era unos años más joven que mi padre, pero llevaban tiempo haciendo "bisnes" como ellos le decían a sus ventas ilegales, pequeños robos, timos o estafas, y Huevo, porque de niño vendía cajas de huevos en el tianguis. Nada ingenioso el apodo, pero había que explicarlo. 

El Hermano Huevo carecía de instrucción, tal vez sólo estudio la primaria y no concluyó la secundaria, pero en los años 90s aquello no era todavía un requisito para encontrar trabajo, bastaba ir bien vestido, perfumado, fingir respeto a la autoridad, y mentir un poco en la Solicitud de Empleo. Trabajó primero como chófer y repartidor de todo tipo de cosas para los restaurantes McDonald’s; unas veces botes de pepinillos, de catsup, o juguetes de la Cajita Feliz. Solía robarse los botes sucios, lavarlos con agua caliente y revenderlos, en casa tuvimos algunos con la marca O´Brien y que venían en inglés, yo leía y releía la dirección de la empresa, la razón social, y la composición del cátsup, mientras estaba sentado en la taza del baño. 

Fuimos muy felices cuando se robó decenas de paquetes con fichas Lego, mi padre llegó una noche, cuando estábamos dormidos y le entregó algunas bolsas negras a mi madre, que ella vació en la lavadora descompuesta. Por la mañana repartimos el botín entre los 4 hermanos, como hacíamos con el rollo de galletas Marías para la cena o el filete de pescado frito: 7 galletas, 7 u 8 paquetes de Lego, y un trocito de pescado como de 4 centímetros, cada quien; tocaba comer mucho arroz, tortillas o frijoles, para completar. Al final el Hermano Huevo fue despedido o perdió ése trabajo, dejó de verse un tiempo con Saúl, y los regalos de McDonald’s terminaron.

Unos años después, cuando yo estaba en secundaria, mi padre se alió con el Hermano para vender equipo médico de alta tecnología que importaba la empresa IUSA; había máquinas de ultrasonido, e, incluso, aquellos armatostes enormes para sacar tomografías. Recuerdo que presumían haber vendido una de esas en 1 millón de pesos, mismos que pagó en efectivo el dueño de una clínica de la Nueva Atzacoalco, llamada Pajeros, o algo así. 

Hicieron una sociedad en la cual Saúl aprovechaba su condición de médico y algunos de sus contactos, para vender las máquinas, y a cambio, recibía parte de la comisión pagada al Hermano Huevo, quien gustaba de la cocaína y de vez en cuando fumaba hierba con mi padre, pero que prefería no juntarse con los hojalateros. Era como si tuviera dos grupos distintos de amigos, ambos viciosos, pero de diferente categoría.

Entre los hojalateros había uno que le tenía inquina al Hermano Huevo, le apodaban El Jitomate, un señor cuya piel clara se enrojecía siempre por el sol y que había ejercido aquel oficio sin éxito, por lo que ahora cuidaba coches con un trapo rojo al hombro, un trabajo al que llaman franelero o viene viene, por la frase que dicen al apoyarte para estacionar el automóvil "pasa, pasa, viene, viene". Con ellos se juntaba también El Tamal, supuestamente el mejor pintor del grupo, este señor murió atropellado años después en la avenida Gran Canal porque no respetaba los semáforos, así fue como aprendí a hacerlo. Acudía algunas veces con ellos un ciego cuyo nombre y apodo he olvidado, tal vez Hermano Elías, o el Farinas, igualmente Hermano por haberse convertido al cristianismo, su hijo, un muchacho travieso y malhablado, un poco mayor que yo, era sus ojos y su bastón. Mención aparte merecen El Chavo Luis, un carterista que era fan de Lennon y que murió de SIDA en el reclusorio; o el Dr. Martínez un borrachín, pero exitoso médico que murió de cirrosis, y que dormía sus borracheras de coñac en el parque frente al consultorio de papá.

El Huevo y Chavo Luis gustaban de andar de traje y le insistían a mi padre para que se vistiera mejor, mi padre no hacía caso. Aquel, con su elegancia y algún encanto que habrá tenido, enamoró a su jefa directa en el trabajo, que al parecer estaba casada, pero era infeliz en su matrimonio, y la convenció de dar un gran golpe, juntos robaron 1 millón de dólares a la empresa y huyeron, supuestamente, a Estados Unidos. Han pasado más de 20 años y, hasta donde se, nunca fueron vistos de nuevo; poco tiempo después aquella fábrica o bodega de IUSA quedó abandonada, y llena de basura el área de carga y descarga de los camiones. Siempre he pensado que la misma quebró por culpa del Hermano Huevo y su novia. 

El gran golpe de suerte que esperan dar todos en el barrio, chingarse 1 millón de dólares y no ser atrapados, el crimen perfecto, el sueño de mi padre y de su pandilla.

Continuará… algún día.







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