Deconstrucción


Miré en torno; no sabía en dónde chingados me encontraba. Traté de buscar puntos de referencia, la posición del Sol, las casas a ambos lados de la calle, el camellón de la avenida, el mercado a lo lejos (no alcanzaba a ver lo que decía el letrero gigantesco de “Mi Mercado”). La cabeza me dolía, el cuerpo pesado como plomo, muy ajeno a mí. Moverse significaba un esfuerzo sobrehumano; alcé un brazo y cubrí mis ojos de la cegadora luz del Sol. Allí, de pie, me di cuenta de que no llevaba camiseta; iba con el torso desnudo, vestía mis más nuevos pantalones de mezclilla que ahora lucían como los de un ayudante de albañil, eran todo polvo, lodo y probablemente mierda; no llevaba tenis.

Fue la mirada triste de una señora compadeciéndose de mi condición lo que me hizo reparar en mi estado, me di cuenta de que llevaba un teléfono inalámbrico blanco metido en la cintura del pantalón, y un rasguño tremendo que comenzaba en el lado izquierdo de mi abdomen y finalizaba cerca de la axila, ya no ardía, comenzaba a cicatrizar.

Habré estado parado allí durante un buen rato, hasta que la campanilla de una bicicleta me obligó a hacerme a un lado, caminé hacia una banqueta atiborrada de mugre y puestos de películas piratas y jarciería. Me paré entre dos puestos que exhibían lazos de plástico con colores vivos, rosa mexicano, verde limón; pinzas para ropa, escobetillas, escobas, estropajos. Un hombre maduro que atendía el puesto de la derecha me miró con desconfianza cuidando mis manos, a mis espaldas dos pequeñas reían de mis calcetas grises mugrosísimas. Me tenían sin cuidado.

Intente ubicarme de nuevo, no lo logré, el cuello me dolía y sentía un asco tremendo, desde mi estomago subía por mi esófago un sabor amargo como de medicina y dulce, supe entonces que había tomado vodka con jugo de fruta; me pasa seguido, el vodka me hace perder la cabeza.

Eché a andar con un dolor de cabeza insoportable, me llevé las manos a los bolsillos mientras mi razón volvía poco a poco, era como abrir un telón poco a poco; las piernas me punzaban. Encontré en el bolsillo derecho una bolsa de papas fritas doblada meticulosamente, un trozo de papel higiénico y una moneda de cincuenta centavos; en el izquierdo encontré una tarjeta de metrobús; en las traseras hallé los restos de un cigarro, pelusa, y un flyer partido en dos que anunciaba un evento de rock mexicano para el domingo en Ecatepec. Lo de la fecha me hizo reparar de nuevo en la idea de que realmente no sabía dónde estaba ni que día y hora eran, pensé en preguntar pero la vergüenza pudo más.

Caminé hasta la entrada de un mercado, miré un edificio azul a mi derecha, un puente vehicular frente a mí. Eso y la arquitectura exprés de los bloques de edificios me hizo comprender dónde me hallaba: estaba en la Merced; para ser más exactos en la Candelaria, a un costado del Palacio Legislativo.

Continué andando, hacia la que creía era la avenida Ferrocarril Hidalgo pero recordé que la misma terminaba más o menos en Canal del Norte. Quise seguir por Congreso pero el rápido andar de los autos me perturbaba, caminé hacia el Este con dirección a Eduardo Molina, la luz solar era insoportable, aún llevaba el teléfono en la cintura.

Supuse por la posición del Sol que aún no era mediodía, seguí caminando aguantando las piedritas de la banqueta, pero prefiriéndolas a las del asfalto.

Una vez recuperada mi razón, me hice la clásica pregunta ¿qué diablos pasó anoche? O más bien ¿dónde diablos… dónde están mis cosas, mi dinero, el resto de mi ropa, mi mochila, mi reproductor?... ¿qué fue de la fiesta?

Continué caminando, rodee el Palacio de Justicia y dejando atrás la estación de San Lázaro, me dirigí a casa. Vivo en la colonia Moctezuma. Al menos no “desperté” en el Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria, pensé.

Aunado a la desgracia de no llevar más que 50 centavos, los choferes de microbús son unos auténticos malnacidos, ninguno me habría hecho la parada ni mucho menos me hubiera dado rai. Igualmente los policías del metro, jamás me habrían ayudado.

Llegué a casa. Afortunadamente mi cuñado estaba lavando su auto, pasé rápido, no me vio, caminé hasta mi cuarto y me encerré, rápido me cambié de ropa. Guardé los pantalones, los calcetines y los trunks bajo la cama, me recosté un poco, la cabeza me estallaría muy pronto, o al menos así se sentía.

“Demasiada presión” de los Fabulosos Cadillacs sonaba en mi cabeza.

“…la noche te volvió a pegar”, repetí.

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