3. Sueño con serpientes


He visto El Infierno, sí, con mayúsculas, porque antes ya había conocido varios más, desde las galeras de la delegación Cuauhtémoc donde la policía tortura narcomenudistas y comerciantes ambulantes, hasta las víctimas mortales de una balacera en una casa o de un putero al que prendieron fuego con la gente adentro, encerrada; pero nunca había sufrido uno. 

Don Chava se retiró, Mariana dejó la mesita de cama en el piso, en medio del grupo, y me dedicó una mirada que no entendí, no supe si era de tristeza o asco, alejó el culo del alcance de mi acompañante y su fue moviéndolo con ritmo hipnótico hasta la puerta. 

-Ella no le entra a esto- Me dijo Karla, la mujer que me habían elegido, su voz nasal me sacó de aquel sueño y no pude más que mirarla con aprensión, ella apenas me vio, aquello no eran celos, sólo un poco de molestia, competían entre ellas, al final, como siempre, todo se trataba de dinero. 

Mario cortaba unas líneas gordas sobre la mesita, mientras Paola reía, despojándose de su fina ropa blanca, a contra luz, el resto de nosotros en la sombra; aquel cuerpo cansado, de pechos agotados me animó un poco. 

Eran las 3 de la mañana, y allá abajo, en la calle, pasó a toda velocidad un automóvil con dirección a Isabel La Católica, segundos después las luces azules y rojas de una patrulla alumbraron por un instante el cuarto infantil donde ansiosos consumíamos la cocaína más pura que mi cliente pudo conseguir. En la penumbra, con una sola lámpara de metal, de consultorio médico. Mario fanfarroneaba y metía mano a ambas mujeres, ellas reían, y trataban de guardar algún pudor. Un espejo quebrado puesto en el suelo y en una esquina de la habitación reflejaba aquella escena. Tenía sueño, pero la coca me despertó, me puso al tiro y me resigné a pasar la noche aquí, de cualquier forma, al día siguiente no tenía otros compromisos. 

Le pedí a Karla que se quitara el brassier y me dejara besar sus pechos. Mario chupaba el mezcal que la otra mujer dejaba caer sobre sus senos, y a ratos mordía un limón con sal; animado por la cocaína tomó uno de los vasos más pequeños y derramó la sangré sobre uno de los senos, a Paola se le borró la sonrisa, pero no me pareció molesta, mi cliente bebió con ganas aquel líquido espeso que bajaba lentamente hasta su ombligo, el olor a hierro comenzó a llenar la habitación. –Hazlo-, me dijo y me jaló hacía Paola, probé aquella sangre con coágulos y sentí asco, temía contraer SIDA y morir muy pronto. 

Karla, de nuevo en competencia, me jaló hacía ella e hizo lo mismo, derramó la sangre sobre sus pechos, se me resolvió el estómago, me dio vueltas la cabeza y preferí salir del cuarto. Mario no desaprovechó la oportunidad y se acercó también a mi puta, cuatro senos ensangrentados. Oí a Paola protestar porque le había mordido uno de los senos y a mi cliente protestar, cuando cerré la puerta tras de mí. 

En aquel pasillo oscuro flanqueado de varios puertas, me recargué en el barandal de la escalera y encendí un cigarro, la luz roja era como una luciérnaga solitaria en aquella penumbra, en la parte de abajo de la casa tenían el radio encendido, sonaba una canción de Spinetta que habla sobre un durazno. 

A María le gustaban Spinetta y esas cosas de hippies, como el folklor latinoamericano, me regaló un disco verde que nunca escuché; en el carro, manejando por la noche en caminos solitarios y autopistas se sentía bien aquella música. También cuando ella se fue, su música me ayudó más que el alcohol ¿qué tristeza puede sentir alguien que lo tiene todo resuelto en la vida?, pensaba de ella, ¿de dónde le venía aquella nostalgia, aquellos ojos tristes? ¿de otras vidas? Yo no era feliz, nunca lo he sido, pero su alma era la de alguien que espera, alguien triste y resignado. 

Cuando la canción terminó hubo un breve silencio y del cuarto más lejano me vino el ruido seco de un cuerpo bombeando sobre otro, estaban cogiendo en el piso, y la duela amortiguaba el ruido.
Terminé mi cigarro, alguien, probablemente don Chava, había cambiado la estación a una de música ranchera. 

Un enano subió las escaleras con esfuerzo y pasó a mi lado ignorándome a propósito, vi aquel cuerpo pequeño y rechoncho avanzar hasta el cuarto del final, moviendo la cadera, y después tocar fuerte la puerta. – ¡Tiempo! –, gritó, con una voz que no parecía la suya, sino la de un tipo de 2 metros, y volvió a tocar, un murmulló salió de la habitación y él regreso por el pasillo y las escaleras. Encendí otro cigarro, a la espera de conocer a esos amantes que fueron interrumpidos.

El grito de una mujer desgarró el silencio del pasillo. Adentro de la habitación Mario había cortado con una navaja el cuello de Paola y picado a Karla en el estómago, bebía la sangre que tomaba con ambas manos y llevaba a su boca.  

El Murciélago de la Obrera, en marcha, Obra Negra. 

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