Roberto, o de la apropiación

Un hombre pequeño, delgado y correoso, de unos 60 años, aborda el metro en la estación Mixcoac. Nada más entrar aquellos ojillos vivaces, de roedor, como botones hundidos en su rostro cetrino, ubican un asiento libre, y debajo de él, un suéter gris de mujer. Sin pena lo recoge del suelo, lo sacude un poco, toma asiento y comienza a revisarlo. Busca primero en los bolsos, después la marca, enseguida posibles agujeros, "Es un suéter barato, como los que venden afuera de la estación Tacuba" piensa.

"20 pesos sí me dan por él", reflexiona, "tal vez 50, si se apendejan", con descaro hunde su nariz embelesado por el perfume dulzón de su dueña. De forma grotesca huele una y otra vez la prenda, como un pervertido oliendo calzones sucios en casa ajena.

Hay perversidad en sus gestos, más que reflexión o destreza, pareciera un duende maligno; es un hombre mañoso, hábil sí, pero poco inteligente.

Se restriega el suéter sobre la bragueta de sus pantalones y siente una leve excitación, no le importa quién pueda verlo, "Nunca más coincidiremos en esta vida" piensa, Nadie hará un reportaje sobre esto", se consuela. Coloca la prenda ganada sobre su morral y lo cruza en el tirante para evitar que se caiga.

Baja en Tacubaya y en el transbordo a la línea color café, ansía la soledad de su cuarto en Chimalhuacán, aquel frío suelo de cemento. No le preocupa cómo ha llegado a este punto de su vida, menos interés le produce lo que vendrá mañana. "Algún día me iré al otro lado a ganar montones de billetes verdes", se dice a sí mismo. Tiene prisa por llegar a casa, prender la tele y masturbarse viendo a las luchadoras de la Triple A invitadas al programa de Facundo, aquel joven que envejeció pronto y que hace de comediante, conductor, animador, o lo que le venga en gana a sus patrones. 

Recostado en un colchón sin sábanas, con restos de chinches en las costuras, intenta conseguir una erección mientras mira aquellas piernas musculosas de Vanilla Vargas, quien intenta meter un gol en una portería pequeña defendida por otras tres luchadoras. Roberto o El Cuadros, aquel hombre que de pequeño hacía interminables caminatas con su padre vendiendo pinturas de la Virgen de Guadalupe que cargaba a sus espaldas, pasando un paliacate por su frente, se queda dormido con el pene marchito entre sus manos, y a un lado aquel suéter gris que todavía desprende el olor que anima la habitación.

Muy abajo, en la calle, un perro negro ladra a sus propios fantasmas parado a mitad del camino; mientras la estatua del Guerrero Chimalli observa engreído desde lo alto a sus vecinos, parece un astronauta gigante a punto de pisar la barriada para salir huyendo, él mismo se sabe fuera de lugar.

Roberto se levanta con sed a mitad de su sopor, se lleva la mano a la nariz y hace un gesto a causa del olor, hasta la cima de aquella montaña profana llega el ruido de un automóvil veloz, y de jóvenes borrachos que discuten afuera de la tienda.

"¡Qué fácil sería dejarse caer desde acá!", piensa, "Y terminar con todo. Salir por una vez en la portada del Gráfico Diario al lado de alguna putilla, el cráneo roto y el cerebro esparcido en la banqueta, enmarcado de aquel culo sublime, inalcanzable... en fin una puta cara sigue siendo una puta." Se consuela. "Qué fácil sería..." dice en voz alta.

"El gabacho está allí, es otro mundo, pero al alcance de la mano, yo lo vi hace 30 años desde un hotel de Tijuana. Trabajaré duro y compraré un boleto de ida, en la frontera seré mesero de algún putero durante la noche, mientras que de día esperaré en la garita, hasta que Trump ordene abrir las puertas. Pasen mexicanos, dirá en gabacho, pero todos lo entenderemos. Sí, un día, Jesús le tocara el corazón y nos dejara entrar a todos, pero primero a los perdedores y viejos, solitarios y madreados. Allá me espera una princesa rubia, un Cadillac y unos buenos habanos...."

"Algún día me iré al gabacho..." murmura mientras se va quedando dormido y todo se torna oscuro.

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