Huir, escapar encono ¿para qué diablos nos sirve todo eso?

Nada más atravesar el torniquete de entrada a la estación del subterráneo él agarro su libro con la mano derecha, después, en un ágil movimiento, lo colocó entre su antebrazo y su costado. Caminó rápido en dirección de la escalera que lo llevaría al andén, la impaciencia estaba por dominarlo y pensando ansioso en ese nuevo libro que estaba por comenzar y que hacía tiempo ya, había buscado infructuosamente; en eso, un joven de unos 25 años con la cara llena de granos y cicatrices se paró a su lado, esperando como él el próximo tren. Edgar miró aquel tipo pensando en lo complicado que había de ser llevar la cara así, supuso inmediatamente que cualquiera había visto más vaginas en una semana que el muchacho en toda su vida. Con esa idea en su cabeza, la cual le hizo sentir asco por lo superficial de su manera de pensar, el tren llegó con el fuerte silbido del viento que anuncia su arribo. Mientras el tren pasaba frente a él, trató de fijar su mirada en la chica que permanecía en el andén contrario al suyo, el rápido movimiento de ventanas, asientos, cristales y toda la mierda que constituye un tren pasaron dejando entrever a aquella joven mujer, alta, de senos firmes pero con un poco de grasa en el abdomen, lo suficiente para afirmar que no era gorda ni mucho menos, que se encontraba en el rango medio entre el estándar de belleza idealizado que Edgar guardaba en su cabeza y que respetaba aún inconscientemente, como todos; pero a años luz del estándar americano, ése que aunque respetemos, sabemos casi irreal e inalcanzable. Cuando Edgar subió al vagón, lo hizo de una manera tranquila, totalmente ajeno a la marea de gente que se abalanzaba en busca de un asiento, caminó hacía la puerta cerrada que le queda enfrente y miró de nuevo a la chica; ella, tocaba su cabello con delicadas y cuidadas manos, cuando lo miró.


Edgar sintió su corazón latir rápido, sus pupilas se dilataron, y la miró a los ojos con ensueño y una mirada más bien boba, ella lo miro fijamente como por un segundo y medio, esbozó una sonrisa y después desvío su mirada hacia su tren que ya llegaba, Edgar siguió mirando, ajeno al mundillo que estaba reunido ese momento y en ese lugar, gente que transitaba y con la que nunca cruzaría palabra, probablemente.


Ella (a la que podemos llamar Mayra, pues al no saber su nombre ni Edgar ni nosotros, eso resulta irrelevante), entró al vagón serena, caminó lentamente hacia el frente y se acomodo entre dos viejos que se encontraban recargados uno a cada lado de la puerta cerrada, la misma que junto con la del vagón de Edgar formaba una barrera más bien infranqueable de cristal, acero, y de esa apatía, pena o encono que se apodera de todos nada más viajamos en transporte público, la misma que tantas veces nos impide hablarle a la mujer más bella que hayamos visto aunque este sentada a nuestro lado, o al viejo amigo de la infancia que encontramos por casualidad pero no saludamos. Edgar no dejo de mirarla, ella le dedicó una mirada esta vez más escrutadora, pareciera que ambas lamentaban la distancia que los separaba y con la fugacidad de un sentimiento extraño como lo es el de enamorarse a primera vista, vivieron en los dos segundos antes de que el tren de él partiera el romance más corto pero profundo de su historia. Edgar con unas ganas tremendas de gritarle que ambos se bajaran de sus vagones; con un buen grado de valor, el que suponía suficiente para cruzar las vías electrificadas una vez se hubiesen ido ambos trenes y encontrarse con ella y darle el beso más intenso que jamás habría esperado, permaneció con la boca entre abierta y sus deseos y su valor se tradujeron en un susurro, su tren partió y el de ella permanecería casi por un minuto más en la estación. Desilusionado, Edgar sacó su libro del empaque plástico y mientras pensaba en la posibilidad de volverla a encontrar comenzó a leer en el único lugar donde podía concentrarse, el metro de la Ciudad de México; para eso venía cada sábado en la mañana desde Puebla de los Ángeles. Para recorrer leyendo líneas enteras de ida y de regreso, transbordar y seguir viajando, de pie o sentado en algún viejo sillón plástico verde o en el suelo, un lector tiene sus vicios y sus manías decía.

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