Algún borrador del lejano 2010: 

Esperar era algo que Daniel sabía hacer muy bien, era como un cazador, no importaba para nada el tiempo que hiciera falta; normalmente no contaba con mayores compromisos, puesto que Luis, su ayudente, conocía bien el negocio, cuando ceder, cuando resistir.

Aguardó la salida de todas las que se encontraban disponibles: Karina, Claudia, Valeria, Daniela, Amanda, La Flaca... No hubo señal de Ella.

Hacía algunos años que había adquirido la costumbre de acudir a casas de citas justo a la hora de la comida, entre las dos y tres de la tarde, solía llegar unas veces caminando, cuando se encontraban próximas al negocio, otras usando el trolebús o incluso el metro; éste último, transporte que descartaría cuando cayó en la cuenta de que la gran mayoría de estos lugares distaban  más o menos un kilómetro unos de otros. Salto de Algua, Isabel La Católica, Obrera, Lucas Alamán, y más allá Eugenia y Rumania.

Asistía una vez al mes, procurando variar su destino. Rara vez pasaba a servicio, solía largarse después de observar el material, entre caras de enojo de putas y padrotes, de porteros y extorsionadores; le gustaba mirar la cara larga de las menos agraciadas al verse confrontadas con su realidad, mientras que el desdén de las más hermosas pronto fue haciéndose un daño insignificante a su amor propio.

Le gustaba pensar que acudía a aquellos lugares sólo por el placer de conocer ese submundo, de apreciar la expresión más cínica del capitalismo; siempre era bueno dejar los problemas a un lado y meterla en un lúbrico agujero. Era probable que comenzara a sufrir cierto anquilosamiento, ya no lo emociaban, como al principio, las tetas gigantes, los culos inyectados; le pasaba como a esos jueces para los que todos son culpables y resultan más duro conmover que a una golfa con flores: "¡Qué lindo!"; "¡Qué cándido!"; "¡Qué pendejo!"... Fabrican culpables al vapor, le dijo alguna vez en una peda Adrian Enrique, el tio abogado de Luis.

Sentado en la vieja sala observó aquel deprimente desfile de vientres tasajeados a causa de la cesárea, celulitis, faldas minúsculas, mallones y vestidos floreados. Estando ahí podía pensar más claro en su vida y los negocios, los locales que arrendaba y su hijo, pérdido quien sabe dónde, con flamante padre, seguramente.

Vista la indiferencia de Daniel, las mujeres, viejas y jóvenes, flacas y gordas, volvieron a su lugar frente al televisor. Un abuelo muy sonriente salió después detrás de una prostituta de veinte a veintidós años sin bragas, con tacones, cabello castaña, piernas largas torneadas, como de poderosa yegua. No, no era ella, pero sí la última.

Don Chava, el administrador, se estiró hasta la tele y cambió de canal al siete, algo parecido a "High School Musical" se desarrollaba en la caja, un par de chicas detuvieron su plática para mirar la película, cuchichearon algo y rieron

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