Sus ojos, noviembre de 2014


 
A ellos, los 43, porque otro mundo es posible. 

Sus ojos me miran en sueños, suplicando, y si pudieran llorar de sentimiento lo haría, pero no puede; y yo me despierto, parece de noche pero en un rato va a salir el sol, todavía brillan las estrellas allá afuera, los tres reyes magos titilan, me saludan desde la ventana. Mis papás ya están despiertos, ella muele en el metate, él se está calzando los zapatos.
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Aún es de mañana cuando nos subimos al camión que expropiamos hace un mes. El desayuno fueron unos frijoles antes de salir para Iguala, eran negros, fritos con manteca. Los asientos son cómodos, en su interior tiene cuatro pantallas para ver películas, “Esto es lujo”, dice un compañero admirado, y el chofer nos pide tener cuidado, pues el autobús vale más de un millón de pesos. Un millón, vaya cantidad.
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El jueves se llevaron a Coco para matarlo, le habíamos puesto ese nombre porque cuando mamá lo compró era muy blanco. Yo era quien lo cuidaba, le daba de comer y lo llevaba a pasear, me tenía mucho cariño, balaba mucho cuando me veía salir para la escuela, también cuando volvía, como si llorara, pidiéndome que lo llevara conmigo. Lloré cuando se lo llevaron, él daba patadas y no quería caminar, me acerqué para calmarlo y despedirme, con los ojos me pedía que lo ayudara, que no quería irse, que nos fuéramos al prado, que no iba a llorar cuando lo amarrara para ponerme a jugar con mis primos.
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Los compañeros y yo vamos a botear para irnos a México a la marcha del 2 de octubre; en la orden del día fijamos también protestar en el informe de la esposa del presidente municipal, y en la fiesta que le van a hacer al terminar. Los dos son narcos, antes anduvieron con los Beltrán Leyva, ahora dirigen el cártel de la zona.
Iguala no queda cerca, son algunas horas de camino desde la escuela, vamos llegando con la tarde, escoltados a ratos por municipales, el ambiente es raro, tenso, taxistas y camiones no dejan de acosarnos, de cerrarnos el paso, de mirarnos con aprensión desde sus vehículos, otros rehúyen la mirada, alguno nos menta la madre.
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Es noviembre de 2004, estoy boleando mis zapatos, brillan tanto que casi puedo verme en ellos como en un espejo, o más bien como en una esfera de Navidad, vuelvo a pasarles el trapo y me alisto para salir. Voy caminando al lado de mi papá, dando la espalda al sol que va saliendo, me encamina y me da la bendición, yo continúo solo y a pie el resto del camino, la escuela está a una hora.
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Una camioneta de la policía se empareja con el camión llegando a Iguala, en la parte de atrás vienes tres hombres de civil, uno es un muchacho de mi edad, los dos restantes ya son señores. De nuevo nos miran, corro la cortina e intento cerrar los ojos para descansar unos minutos. Detrás de la policía viene una Toyota vieja, y más allá dos camionetas negras, lujosas, “Son narcos”, dice un compañero, “Hay que estar preparados”, dice otro.
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Mi maestro se llama Ángel y da el cuarto año de primaria, es moreno, de bigote y pelo negro, sus ojos siempre están alerta detrás de unos lentes ahumados, si te cacha platicando no duda en aventarte el borrador del pizarrón, un gis, una goma, lo que tenga a la mano. Sin embargo, es el mejor maestro que he tenido, estudió en la Normal de Ayotzinapa y conoce todo México y sus Estados, es muy valiente porque dice que su tío peleó en la sierra con Lucio Cabañas. Cuando yo sea grande tal vez me haga maestro, estos días he estado pensando mucho en eso.
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La pickup de la policía deja pasar a la Toyota, ésta nos cierra el paso y el camión tiene que frenar en seco, a un lado los municipales y las personas que van atrás se bajan, vienen armados, otras personas salen de las camionetas lujosas, también llevan armas, algo comentan entre ellos y nos señalan, abren fuego contra el camión, las balas rompen los vidrios de las ventanas, ponchan las llantas, atraviesan el camión y hieren a los compañeros. Los que podemos nos tiramos al piso y hasta el más ateo se encomienda a Dios. Las balas no paran, gritos, llanto, el humo no me deja bien ver lo que está pasando, ¿están peleando entre ellos, o la cosa es contra nosotros? “No disparen, somos estudiantes” gritan algunos, “Nos vale madres”, responden desde afuera. Después de un rato dejan de disparar, algunos nos arriesgamos a salir a rastras del camión, suenan de nuevo disparos, hay compañeros heridos sobre la carretera, algunos echan a correr, otros más cargan a un herido, los demás nos quedamos cubiertos por el camión.
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Cuando el maestro Ángel sale del salón, aprovechamos para jugar luchitas, Carlos quiere agarrarme pero no me dejo, Alejandro lo distrae por el frente y yo aprovecho para por detrás hacerle una llave china, Carlos me carga y con todas sus fuerzas me pasa sobre su hombro, estoy de cabeza un segundo antes de azotar contra el piso. Algo truena y ya no puedo ver nada.
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Se acercan, nos apuntan, nos gritan que nos tiremos al piso y nos agarran a patadas “Querían su revolución, ¿no?”, nos grita un policía, “No se levanten, al que nos voltee a ver me lo chingo”, dice otro. Me muevo, unas piedras se me estaban clavando en el pecho. “¿Qué te dije cabrón?”, escucho y siento un golpe seco en la cabeza, de fierro. Me desmayo, todo está oscuro.
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Estoy sentado afuera del salón, el maestro Ángel me da palmadas en la espalda, Carlos espantado está a mi derecha, Alejandro al frente, todas las niñas se asoman por las ventanas. “¿Cómo me llamo?”, pregunto, no puedo recordar nada, “Chairo”, me dice un policía, “Ayotzinapo, pendejo”, me dice otro. No puedo ver bien, el maestro y los niños me llevan a rastras sobre el pavimento lleno de sangre, casquillos y cristales rotos hasta la dirección, llegamos y me avientan encima de alguien más, lo sé porque alguien llora, gime, otro me patea para que no lo aplaste. Una bota me pisa la barriga, me oprime, está bien boleada, casi puedo verme en ella, como en una esfera de Navidad. 

Entramos al cuarto pequeño que es la dirección, un señor de traje nos mira triste “Órdenes son órdenes, son órdenes, son órdenes…”, dice, me arrojan sobre dos sillas puestas a manera de cama, alguien llora debajo. Está oscuro y frío aquí. Unas luces se acercan, escucho rugir de motores, me sacan de la dirección y nos llevan a Cocula, “A una clínica”, dice el director, voy el asiento trasero de su carro, me duele el hombro, “Creo que se rompió la clavícula”, dice Ángel, y alguien me pisa la cabeza, me aplasta la nariz contra el metal de la caja, las luces se van apagando poco a poco, ya estoy dejando el pueblo, voy para la clínica. 

El carro se detiene, nos bajan de la camioneta y escogen a alguien, él me mira, suplica con los ojos, llora de sentimiento, intenta dar patadas, papá lo lleva a rastras rumbo al mercado, lo tiran, lo patean, van a matarlo. Bala de desesperación, veo como le cortan la cara, le arrancan la piel con un cuchillo, le sacan los ojos con las manos, él sigue gritando y retorciéndose, sus ojos fuera de sus cuencas todavía me miran. Disparan, su cuerpo ya no se mueve. Le pido perdón por ser un cobarde, por no haber hecho nada. 

Me suben otra vez al coche, no está el doctor, vamos a otro pueblo, me recuestan sobre el asiento trasero, pero ya nadie llora, “Ángel háblame”, le digo. Nadie responde.
Cuando por fin llegamos, el doctor me cachea, me pide que me acueste sobre una camilla que huele a basura, “Encuérate” me grita, se acerca y sus manos calientes tocan mi hombro, escucho truenos, me duele, siento como algo me atraviesa, una, dos tres veces, ya no siento el hombro ni la cabeza, todo vuelve a estar oscuro.

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