Al amparo de la noche




Lleno de incredulidad volvió a revisar los resultados en la pantalla; al mirar esas dos palabras que en conjunto se tornan una pesadilla su cuerpo comenzó a tiritar, como si el frío que nacía en su espalda se hubiera apoderado de la habitación, quiso correr, gritar, pero su voz había cedido a favor del silencio. 

Alberto, su compañero, observó a un Manuel absorto, encorvado, con los codos puestos sobre el escritorio, como queriendo meterse en la pantalla, las piernas le temblaban cada vez más fuerte; decidió acercarse a ver qué le ocurría a la joven promesa del despacho, puso una mano sobre su hombro y le preguntó:

-¿Todo bien?

No hubo respuesta, aquel alfeñique en que se había convertido el orgulloso abogado apenas pudo mover su cabeza engominada y mirarlo con un gesto entre el desconcierto y el horror; ninguna palabra salió de su boca más con el pulgar derecho apuntó hacia un recuadro en la pantalla: “Stanley, S.A. DE C.V. Amparo Directo, expediente 428/2011, NO AMPARA”. Alberto compartió entonces aquel sobresalto; dos juicios del mismo cliente perdidos el último mes era una terrible señal, y por supuesto un mal resultado. 

Señaló con el índice sus labios sellados para indicar que no podía hablar; era una reacción que hacía años no tenía, la última vez fue en secundaria, cuando queriendo demostrar un error del maestro al calificar su examen, éste le obligó a pasar al frente del grupo a resolver varias ecuaciones, los nervios lo pusieron mudo y al borde de las lágrimas, y no pudo terminar ni la más sencilla; su compañero entendió el gesto y fue por un vaso con agua, se lo dio a beber y le dijo que todo estaría bien, aunque en el fondo no tenía ninguna certeza de esa afirmación. 

Su voz volvió, pero parecía la de otra persona, había perdido esa especie de cansancio y grosor que estaba de moda entre los muchachos ricos y quienes aspiran a serlo; aparentando una serenidad que no sentía le pidió a Alberto no informar a nadie, en especial al jefe, el resultado del juicio, hasta no revisar la sentencia directamente en el Tribunal. Salió de la oficina y esperó el elevador, ni siquiera reparó en la recepcionista, su último proyecto de conquista, las puertas se abrieron, se acomodó al fondo, y mirándose en los espejos de los lados acomodó su cabello, el nudo de la corbata, y se alisó el traje azul marino que aún estaba pagando, cerró los ojos y después de tanto tiempo deseó volver a casa, no a la buhardilla que entonces compartía en la colonia Escandón con Paco y Andrea, si no a la de sus abuelos al norte de la Ciudad, a la sala amplia con piso de cemento donde jugaba bajo aquella mesa, construyendo con sus Lego barcos, fuertes, aviones…

“Si hubiera sido arquitecto mi puente ya se habría venido abajo, si hubiera estudiado medicina ya habría matado al paciente” pensó; a eso equivalía perder un caso, a darse cuenta de que uno no servía como abogado. 

Salió del edificio y miró aquella torre que se hallaba enfrente, un gigante de 30 pisos, todos los días la veía convencido de que alguna vez trabajaría ahí, “En ese último piso estará mi oficina, se decía”; ahora, palpando su realidad se contestaba “¿cuándo?, ¿cuándo el hijo de la señora que vendía elotes en aquella esquina del pasado va a tener un despacho así de grande?, no en esta vida, no en este país”.

Aunque llevaba prisa, prefirió ir andando al metro, bajó por Paseo de las Palmas con sus zapatos de suela de cuero resbalando sobre la banqueta donde aún se apreciaba el testimonio de la lluvia de madrugada: charcos y suelo mojado, el agua evaporándose del pavimento.  

En el vagón a San Lázaro quiso consolarse pensando que todo era mentira, que hubo un error al capturar en el sistema el resultado de su sentencia, que la empresa enemiga había comprado a los magistrados. La única certeza era que no sabía que tan mal lo tomaría su jefe, ¿le gritaría?, ¿llegarían a los golpes?, ¿lo despediría sin liquidación?, ¿o lo haría pagar el medio millón de pesos perdido, amenazándolo con cárcel?, si así fuera ¿cómo podría pagarlo?... ¿y si mejor huía? Se iluminó su mirada, ¿y si dejaba el trabajo tirado y volvía corriendo a casa?... Bastaba tomar un microbús, 40 minutos a casa de sus abuelos por la avenida Eduardo Molina…

Absorto en esos pensamientos, no reparó en que se había pasado de estación, por lo que tuvo que regresar de Moctezuma a San Lázaro, maldiciendo mientas bajaba y subía aquellas escaleras que tanto odiaba. 

Pagar medio millón ¿cómo si ganaba apenas seis mil pesos al mes?, ¿cuántos años tardaría?, ¿a quién podría pedirle prestado?

Atravesó la plazuela afuera del metro y se dirigió a los juzgados federales, en su camino miró a una docena de desempleados sentados sobre sus herramientas portando letreros con faltas de ortografía donde anunciaban su especialidad: yeseros, tablarroqueros, colocadores de pisos. Vio los rostros de esos viejos derrotados y se reconoció en sus ojos, mañana podría estar él también en el desempleo afuera de San Lázaro, sentado sobre sus libros y leyes con un letrero que anunciara ”Amparos, demandas, divorcios, intestados, plomería, gas y luz”.

Cruzó corriendo la parte donde nace la avenida Zaragoza y arrastrando los pies llegó a las puertas del recinto del Poder Judicial, un edificio enorme color rosado, de patios amplios y gruesas columnas, entró como pidiendo santuario en una catedral, y caminó a su destino, a su futuro. 

Un largo pasillo de piedra donde tropezó al menos dos veces lo llevó hasta el último acceso, al frente caía agua en una fuente desde lo que parecía un cañón cortado por la mitad, bajó las escaleras y llegó al sexto tribunal colegiado, pidió su expediente y se enfrentó a la sentencia, una montaña de 200 hojas impresas por ambos lados. Como saltándose para ver el final del libro o la película se fue a los resolutivos: “La Justicia de la Unión no ampara ni protege a Stanley, S.A. DE C.V., por actos…” Ahí estaba, su brillante carrera arruinada, 5 años en la universidad, las noches de desvelo; “si al menos hubiera puesto más atención en la clase de procesal, en la de amparo”, pensó, y comenzó a llorar, queriendo contener las gruesas lágrimas que corrían por sus mejillas, tenía los ojos rojos, la frente arrugada. 

Dejó apresurado el tribunal, no devolvió el expediente que quedó abierto sobre la mesa, tampoco recogió su credencial a la salida del edificio, el saco y la mochila se quedaron en una silla, la gente asumió que iba a atender una llamada urgente y por eso salía de esa manera; caminó por una acera levantada por las raíces de varios árboles, pensando en su pasado, en su adolescencia punk, pero sobre todo en su niñez, y se sintió feliz porque volvería a ver al abuelo, llegó a la intersección de Eduardo Molina y Zaragoza y apresurando el paso se arrojó ante un tráiler blanco, veintidós llantas pasaron sobre su cuerpo. 

Cerró los ojos y al abrirlos sintió el cuerpo pesado y caliente, miró a ambos lados, los asientos, los colores, la noche, y reconoció el vagón de metro de la línea roja, vio entonces las pulseras de estoperoles en sus muñecas, los parches anarquistas cocidos a sus pantalones de mezclilla. El tren estaba vacío, esperando en la penumbra de un túnel, descansando unos minutos para incorporarse de nuevo a la línea. 

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